jueves, 15 de marzo de 2012

Para la buena suerte

Siete y media de la mañana en la pequeña plaza que se extiende frente al edificio del Ministerio de Finanzas Publicas y el sol que se eleva detrás de los ventanales mientras que el viento matutino choca contra las paredes de aquella alta construcción formando corrientes de convección que hacen bailar la basura esparcida por la ínfima plaza. La ciudad empieza a despertar. Siete y media de la mañana en la pequeña plaza frente al edificio del Ministerio de Finanzas Públicas y un diminuto lustrador de zapatos camina por el final de la octava avenida para penetrar en la penumbra que proyecta sobre el asfalto el alto edificio.
Aun es temprano pero ya hay una buena cantidad de personas haciendo cola para realizar una gran variedad de trámites y, con la ayuda de Dios, no faltara trabajo. Como siempre llegará quien se dirija con prisa a realizar alguna gestión y quiera aprovechar para tener los zapatos debidamente lustrados, esos tramitadores que sobre sendas mesas de madera montan una vieja maquina de escribir y que un par de veces por semana prestan a sus zapatos el debido mantenimiento o alguien que simplemente quiera ver sus zapatos negros tan brillantes como si fueran nuevos para olvidar que este mes no podra reemplazarlos por otros. Entonces, después que sus manos queden totalmente manchadas por la labor, podrá retirarse para poner los ingresos del trabajo sobre la mesa del hogar paterno.
Sopla una ráfaga de viento y una serie de papelitos juega entre los viejos tenis con que protege sus pies, trata de luchar contra el ligero escalofrío que el viento le causa subiéndose el cuello de la camisa hasta las orejas y apretando sobre su pecho la chumpa con que se cubre; de su mano derecha cuelga la caja de madera donde guarda los enseres del oficio.
Casi las ocho cuando se aposta en la cornisa formada por el límite entre el primer piso y el sótano del edificio; saca una tiras de tela hechas con jirones de viejos pantalones y camisas, coloca a un lado un par de ejemplares de los diarios comprados esa mañana para que los clientes se entretengan leyendo (un servicio prestado sin cargo adicional) y coloca sobre aquello dos o tres piedrecillas para que el viento no lo vuele todo por allí. Entonces, sentado sobre la pequeña cornisa, se entretiene en balancear sus piernas mientras mira a los paseantes que se empiezan a formar en la plaza en espera de que el Ministerio abra sus puertas a las nueve de la mañana.
Un hombre alto y fornido, vestido de con traje color gris oxford de fino corte, camisa de impecable blanco y perfectamente planchada, corbata roja con delgadas líneas transversales, atraviesa la calle con dirección al puesto del pequeño lustrador dejando atrás la Torre de Tribunales que se haya sobre la plataforma en la acera de enfrente.
-¿Cuanto por el lustre, patojo?
-Lo mismo de siempre, patrón: dos quetzales.
Una sonrisa corresponde a la mazorca blanca que el niño muestra en medio de sus labios mientras termina de hablar.
-Hechále, pues. Pero que queden bien lustrados.
De un brinco el diminuto lustrador baja de la cornisa y la ofrece a su cliente como asiento, luego se sienta en un pequeño banco de madera mientras el hombre de traje coloca el pie derecho sobre la caja de lustre. Primero una buena cepillada y una pasada de brocha con tinte negro antes de empezar a untar el betún sobre el zapato en tanto que corpulento hombre empieza a hojear el periódico.
Mientras unta el betún por la punta del zapato, el niño recuerda las incontables veces en que ha tenido la misma conversación con aquel caballero. No sabe mucho de esas cosas, pero se ve que son buenos los trajes de aquel señor... de seguro ha de ser abogado pues siempre viene de la torre de tribunales y también hacía ella parte cuando le ha dado lustre a sus zapatos. Es un cliente regular y vaya que en este oficio es difícil encontrar clientes así.
Un golpecito por debajo del zapato indica que es hora de cambiar de pie. Se repite el proceso de cepillar un poco, pasar la brocha con tinta y luego empezar a embadurnar el zapato.
Se ve que este señor tiene su buen dinero, le ha de ir muy bien con su chance. Ojalá él pudiera soñar con llegar algún día a una posición así; sin embargo aquí esta, a sus nueve años, trabajando como lustrador de zapatos para ayudar con algo de dinero en la casa cuando debería de estar estudiando. Aunque no era un “cerebrito” tampoco le iba mal en los estudios, pero después de terminar tercero primaria tuvo que dejar de estudiar para empezar a ganarse unos centavos; ya sabía leer y escribir, hacer cuentas, y eso parecía ser bastante por el momento.
Otro golpecito debajo del pie indica que es momento de cambiar y terminar el proceso con el otro zapato. Hora de darle la última cepillada, sacarle lustre con los jirones de tela que lleva para el efecto y pasar la brocha con tinta por el borde de la suela.
Ese soñar con futuras grandezas no termina por la tarde cuando, con las manos percudidas por el betún y la tinta, regresa a su humilde hogar para presentar sobre la mesa los quetzales ganados durante la jornada. Los sueños continúan por la noche, cuando entre sábanas imagina que después podrá trabajar de otra cosa (cualquier cosa que le deje tiempo para estudiar) y poder sacar una carrera donde pueda ganar mejor. Tal vez no llegue a la posición de aquel caballero tan bien trajeado, pero puede, al menos, mejorar de su situación actual.
Un zapato bien lustrado, brillante, y otro golpecito para culminar la tarea con el zapato faltante.
-Ya estamos, patrón.
-Bueno, patojo. Que bien lustrados me los dejaste.
Entonces mete la mano entre el saco y extrae una billetera, busca entre el contenido de esta y al final extrae un billete de veinte quetzales que entrega al diminuto lustrador de zapatos.
-Sólo que ahorita no tengo vuelto, patrón. Apenas acabo de empezar con la chamba.
-No te preocupés, quedáte con el vuelto.
Una mueca de extraña incertidumbre mezclada con cierta desconfianza se reflejo en el rostro del niño.
-La verdad, patrón, no es la primera vez que hace eso de dejarme el vuelto... y la verdad, a mi me da pena.
-Vos no te preocupés, son babosadas mías. Hoy tengo un asunto importante que tratar y tengo la impresión que darte esa “propina”, por así decirlo, me trae buena suerte; ya me ha pasado antes. Así que quedáte con el vuelto.
-Bueno, patrón. Gracias.
-De nada, patojo. Gracias a vos por el lustre.
Así que, guardando la billetera entre el saco se puso de pie aquel caballero de anchas espaldas y bien cortado traje color gris oxford. Mientras tanto el niño guarda el billete entre sus bolsillos con una sonrisa dibujada en su rostro de color moreno percudido. "Lo de diez lustres de una sola pasada", piensa para sus adentros.
A sus espaldas, el pequeño lustrador escucha una voz y voltea a ver por pura curiosidad.
-¡Licenciado Gutierrez...!
Desde donde esta, sentado en banco de madera, puedo ver como dos hombres se acercaban a aquel inmenso corpachón con traje color gris oxford y, desenfundando cada uno un arma, arremetían contra él. Los disparos retumban dentro de la pequeña plaza mientras el cuerpo del abogado cae sobre el pavimento; luego, sin esperar tan siquiera un segundo, los atacantes corren para treparse en una motocicleta que los espera en la esquina y se dan a la fuga cruzando sobre la novena avenida.
Ocho y cuarto de la mañana en la pequeña plaza que se extiende frente al edificio del Ministerio de Finanzas Publicas y el viento matutino choca contra las paredes de aquella alta construcción formando corrientes de convección que hacen bailar la basura esparcida por allí mientras el diminuto lustrador de zapatos corre pidiendo auxilio a la vez que se acerca al cuerpo tirado sobre el pavimento cuya vida se extingue de la misma forma en que los sueños se esfuman y las fantasías se derrumban. Un último suspiro y una buena propina para la buena suerte.

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