lunes, 27 de julio de 2009

Obituario

La vida (si es que aún se le podía llamar así a este trozo de existencia) se ha tornado tan corriente y rutinaria.
Ya hace algún tiempo que el pánico lo invade cada vez que el despertador suena por las mañanas; ahora, esa loca espera de lo inevitable le hace cada vez más difícil tomar la decisión de apartar las viejas sábanas, salir de la desvencijada cama y dirigirse a la ducha para que el agua fría escupida por la oxidada cañería lo devuelva a la cruda realidad. Como ya es su costumbre, da inicio a la rutina de combinar las ahora escasas prendas de ropa, vestirse con cuidado para que la camisa no pierda la apariencia de impecable planchado, pasar el cepillo a los zapatos hasta sacar a los mismos un brillo aceptable y anudar la corbata (siempre usa corbata) aunque después afloje el nudo para no sentirse aprisionado por la misma. Y mientras realiza aquel ritual de arreglo personal repasa algunos de los últimos incidentes, sobre todo piensa en uno que le trae especiales preocupaciones: la noche anterior la casera se ha puesto necia sobre las mensualidades atrasadas y le ha dado un últimatum.
Ya lleva él algunos meses con aquella existencia de ermitaño, escondido en lo más recóndito del centro de la urbe y, aunque aún puede disponer de algunos fondos, no es prudente gastar el dinero en demasía, aunque cubrir el alquiler debiera de tener cierta prioridad... al menos de estas cuestiones básicas debe cuidarse. Sin embargo, a pesar de estar consciente la necesidad de aquel discreto escondite ahora que los antiguos amigos le han dado la espalda y no tiene a donde ir, ha procurado extender al máximo el crédito que la dueña de la casa se había visto obligada a concederle. Qué se joda la señora de la casa y espere todavía un poco más por el alquiler.
Pensándolo mejor, incluso el ser tan cuidadoso con el dinero parece estúpido. En esta situación no tiene ya importancia ni el ahorro ni la acumulación de bienes, pero la economía (al igual que el buen cuidado personal) es un hábito adquirido que ya no puede dejar atrás.
Toma su vieja chaqueta y, con cuidado de no hacer ruido al cerrar la puerta de su pequeño y miserable cuartucho, sale al pasillo y procede a bajar con cautela las escaleras, luego se dirige a la puerta de salida procurando no encontrarse con la casera.
Sin abrir por completo la puerta, se asoma con cuidado a la calle y revisa que no venga nadie sospechoso por la acera, tal y como hace todas las mañanas mientras la ciudad despierta a su agitado trajín. Tras unos segundos de vigilar a las figuras ya conocidas y desconfiar de las desconocidas, escurre todo el bulto de su cuerpo fuera de la casa de huéspedes y enfila hacía la esquina, allí un vendedor de diarios desamarra los fardos de papeles recién dejados por los camiones repartidores de los diferentes medios escritos.
Al llegar frente al vendedor introduce su mano al bolsillo y saca un par de monedas, pide al vendedor una copia del diario de mayor circulación que, por consecuencia de su éxito comercial, suele tener mayor cantidad de anuncios que los otros para suplantar la ausencia de verdaderas noticias. Después de todo: ¿Qué pueden publicar los diarios que fuera verdaderamente novedoso?
Una vez pagado el diario se salta las páginas hasta la sección de obituarios y recorre cada uno de los nombres consignados en aquella lista de personas fallecidas. Revisa los recuadros de las notas de defunción por segunda vez y siente una tranquilidad indescriptible al comprobar que su propio nombre aún no figura allí. Entonces exhala un suspiro de alivio y piensa que puede, al menos, vivir este día con calma. La orden aun no ha sido dada.
Dejando atrás al vendedor inicia su caminar sin rumbo a través de la ciudad para pasar el día vagando hasta que la noche llegue y no quede más que regresar al cuartucho en la casa de huéspedes a esperar otro amanecer, para ver como pasa el tiempo mientras llega el momento en qué vengan a matarlo.

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